¿Necesita un Abogado?

¿Necesita un Abogado?
Plaza de la Caleta Nº 3, 3ª Planta 18012 Granada Tlfn. 958 97 34 10 Fax 958 97 34 12 E-Mail: despacho@garridoymartin.com

lunes, 22 de julio de 2019

EL ¿PRESTIGIO? DE LA ABOGACÍA




      Recientemente, el Sociólogo y Catedrático D. José Juan Toharia (autor del VI Barómetro de la Abogacía y Encuesta Tecnológica), manifestaba como paradoja el hecho de que la sociedad aprecie más a los propios abogados que éstos a sí mismos.

Lejos de tratar la anterior afirmación como un mero dato anecdótico, se impone la obligación de efectuar una necesaria reflexión sobre su génesis, ante la extrañeza e inquietud que conlleva y, sobre todo, por su indiscutible certeza, debido a que las apreciaciones ajenas no pueden, en modo alguno, ostentar un mayor grado de veracidad que las reales sensaciones de quienes ejercemos la abogacía, a las que habremos de atenernos.

Y estos sentimientos muestran que el colectivo que conformamos se siente seriamente desprestigiado y marginado en la propia maquinaria de la Justicia, a la que contribuimos (o deberíamos contribuir) de manera decisiva.

Son dos tipos de factores los que han de analizarse, referidos a los ámbitos endógeno y exógeno. Así, comenzando por los primeros y realizando autocrítica (hoy valor absolutamente denostado), hallamos una deficitaria formación que, en los tiempos de existencia de la figura del pasante o aprendiz, proporcionaban maestros que no merecieron tal denominación, ante su pertinaz ignorancia del ámbito jurídico, agravada por su obstinación en ocultarla, disimularla o disfrazarla de múltiples formas, con el objetivo de proporcionarse una honorabilidad de la que carecieron sin ambages. La abogacía no consiste en verter, continuamente y “ex cátedra”, opiniones a vuelapluma que, en nada, se corresponden con el resultado del previo estudio y la profunda reflexión inherentes a cualquier dictamen jurídico, conducentes inexorablemente a la reiterada comisión de faltas, en ocasiones, insubsanables. Tampoco ha de confundirse con la fútil búsqueda de cargos y honores que únicamente persiga la satisfacción de vanidades personales, sin otro noble objetivo de servicio a los demás. 

Grave error sería la generalización de la anterior afirmación. Verdaderos juristas y esforzados enseñantes siempre han existido. Vienen a mi memoria nombres como los de Felipe López Calera, Enrique Ceres Ruiz, Pilar Gómez Romero, José Luis Ruiz Travesí, José Jiménez-Casquet Sánchez, Antonio Álvarez Chaves (a éste último debo, de manera indirecta, mi dedicación a la  profesión), y otros tristemente desaparecidos, como Enrique Hernández-Carrillo Fuentes, José Gálvez Sánchez, Alfredo Domínguez González o Juan de Dios Delgado Hódar. Todos ellos componen una muy parcial lista, afortunadamente extensa, que mantiene en alta consideración la calidad y la estima de la profesión, pese a que su empeño no se haya visto debidamente recompensado.

Tampoco ayuda confiar la preparación, única y exclusivamente, a las facultades de derecho y a las escuelas de práctica jurídica, cuyo esfuerzo no puede más que calificarse de encomiable, necesario e imprescindible para el fin perseguido. Si toda esta labor no va acompañada de la inestimable enseñanza del abogado veterano, experimentado y curtido en mil batallas, incurriremos en un alto grado de autodidactismo, tan peligroso como inconveniente.

Sin embargo, nuestro mal entendido orgullo y elevada vanidad han hecho que, durante mucho tiempo, se rechazase la instauración de mecanismos tendentes a evitar la ausencia de adquisición de conocimientos prácticos. Hace unos cuantos años ya, a finales de la década de los noventa, quien suscribe elaboró la ponencia titulada “Acceso a la profesión” presentada en un Congreso de Abogados, en la que se recogían propuestas como el cumplimiento de un periodo de dos cursos en una Escuela de Práctica Jurídica, debiendo completarse simultáneamente la formación adquirida con la estancia en un despacho profesional durante, al menos, seis meses, y la superación de una prueba de capacitación.

Sonroja pensar, con el transcurso del tiempo, que se votara el rechazo de su instauración con el argumento de la “selección natural” o, dicho de otra forma, la íntima vinculación de la permanencia del abogado a su valía o carencia de la misma. Sin respuesta quedó el planteamiento sobre la inherencia del perjuicio respecto al justiciable que, confiando en la presumible absoluta profesionalidad, participa sus intereses –libertad, derechos fundamentales, patrimonio- a aquél, con razonable certeza en cuanto al éxito del resultado o minoración de las negativas consecuencias inevitables, más allá de que sus errores ya serían cubiertos por los seguros de responsabilidad civil. Tampoco resultaba justo considerar que todos los abandonos fueran originados por este motivo, habiendo de atender, igualmente, a la existencia de oportunidades válidas para quien quisiera permanecer.

Y el sonrojo ya aludido queda felizmente superado ante la afortunada extinción de tan mezquinos planteamientos, mediante la implantación del máster profesionalizante de la abogacía, el practicum externo y el examen de acceso.

No obstante los indudables progresos acaecidos, carecemos de la idea de la formación continua del abogado que ya constaba como el primer mandamiento de los elaborados por el insigne jurista uruguayo Eduardo Juan Couture: “Estudia: el derecho se transforma constantemente. Si no sigues sus pasos, serás cada día un poco menos abogado”.

Y la anterior consideración nos lleva a los factores exógenos. De esta manera, el Estatuto General de la Abogacía, en su Artículo 3.1, recoge, como fin esencial de los Colegios de Abogados, proporcionar una formación profesional permanente a todos sus miembros. Y esto no se consigue, al menos plenamente, con la dispersión de la labor de reciclaje mediante delegación en muy diversos y excesivos grupos colegiales, (salvando la ingente tarea desempeñada por alguno de ellos, escasamente reconocida), sino a través de planes formativos elaborados y aprobados por las Juntas de Gobierno -como ya ha efectuado algún Colegio-, evitando la dispersión de gran parte de su tiempo en tareas de representación y, en ocasiones, insuficiente dirección, la cuales, siendo oportunas, no son las más necesarias.

Por otra parte y en conexión con estos factores, resulta imprescindible la implicación de las Juntas, no meramente política, sino verdadera y efectiva, tendente a la obtención de resultados palpables, en los ámbitos de la deontología, la paridad, la enseñanza de idiomas desde el punto de vista técnico-jurídico, así como las reivindicaciones sobre dotación de medios para que las aberrantes cargas de trabajo que penden sobre Juzgados y Tribunales no repercutan en la lenta tramitación de los procedimientos y retrasos de los juicios, entre otras cuestiones.

En resumen, la función social de la abogacía, el fundamento esencial de su prestigio, ha de radicar en la voluntad, tanto de los Letrados como de los Colegios profesionales, en transmitir una imagen de la profesión real y ajustada a lo que verdaderamente es y no a lo que pueda parecer, una vez alcanzados los parámetros deseables de formación y calidad -tanto humana como profesional-, basados en el estudio, el trabajo, el esfuerzo, la honestidad y la reivindicación como motores de la constante transformación y modernización de la abogacía, logrando su excelencia. Hemos de cuestionar igualmente si se ha avanzado suficientemente en estos objetivos o estamos en disposición de hacerlo cuando, ya en 1.972, D. Antonio Garrigues Walker habló, con magnífica visión de futuro, sobre el aumento de la sensibilidad jurídica como consecuencia lógica e inevitable del desarrollo político y económico, del incremento de las relaciones internacionales y de las complejidades técnicas, administrativas y legales. Es evidente que, cuarenta y siete años después, tales ideas continúan plenamente vigentes, como se ha demostrado en el reciente Congreso de la Abogacía Española celebrado en Valladolid.

     Si alguna vez logramos los objetivos expuestos, en su plenitud, cobrarán vigencia las palabras expresadas por el pensador utilitarista inglés Jeremy Bentham: “La mayor felicidad del mayor número es el fundamento de la moralidad y el derecho”.




Óscar Garrido Carretero
Abogado





PUBLICADO EN EL PERIÓDICO IDEAL
SECCIÓN OPINIÓN 21/07/19