Recientemente, el Sociólogo
y Catedrático D. José Juan Toharia (autor del VI Barómetro de la Abogacía y
Encuesta Tecnológica), manifestaba como paradoja el hecho de que la sociedad
aprecie más a los propios abogados que éstos a sí mismos.
Lejos
de tratar la anterior afirmación como un mero dato anecdótico, se impone la
obligación de efectuar una necesaria reflexión sobre su génesis, ante la
extrañeza e inquietud que conlleva y, sobre todo, por su indiscutible certeza,
debido a que las apreciaciones ajenas no pueden, en modo alguno, ostentar un
mayor grado de veracidad que las reales sensaciones de quienes ejercemos la
abogacía, a las que habremos de atenernos.
Y
estos sentimientos muestran que el colectivo que conformamos se siente
seriamente desprestigiado y marginado en la propia maquinaria de la Justicia, a
la que contribuimos (o deberíamos contribuir) de manera decisiva.
Son
dos tipos de factores los que han de analizarse, referidos a los ámbitos
endógeno y exógeno. Así, comenzando por los primeros y realizando autocrítica
(hoy valor absolutamente denostado), hallamos una deficitaria formación que, en
los tiempos de existencia de la figura del pasante o aprendiz, proporcionaban
maestros que no merecieron tal denominación, ante su pertinaz ignorancia del
ámbito jurídico, agravada por su obstinación en ocultarla, disimularla o
disfrazarla de múltiples formas, con el objetivo de proporcionarse una
honorabilidad de la que carecieron sin ambages. La abogacía no consiste en
verter, continuamente y “ex cátedra”, opiniones a vuelapluma que, en nada, se
corresponden con el resultado del previo estudio y la profunda reflexión
inherentes a cualquier dictamen jurídico, conducentes inexorablemente a la
reiterada comisión de faltas, en ocasiones, insubsanables. Tampoco ha de
confundirse con la fútil búsqueda de cargos y honores que únicamente persiga la
satisfacción de vanidades personales, sin otro noble objetivo de servicio a los
demás.
Grave
error sería la generalización de la anterior afirmación. Verdaderos juristas y
esforzados enseñantes siempre han existido. Vienen a mi memoria nombres como
los de Felipe López Calera, Enrique Ceres Ruiz, Pilar Gómez Romero, José Luis
Ruiz Travesí, José Jiménez-Casquet Sánchez, Antonio Álvarez Chaves (a éste
último debo, de manera indirecta, mi dedicación a la profesión), y otros tristemente
desaparecidos, como Enrique Hernández-Carrillo Fuentes, José Gálvez Sánchez, Alfredo
Domínguez González o Juan de Dios Delgado Hódar. Todos ellos componen una muy
parcial lista, afortunadamente extensa, que mantiene en alta consideración la
calidad y la estima de la profesión, pese a que su empeño no se haya visto debidamente
recompensado.
Tampoco
ayuda confiar la preparación, única y exclusivamente, a las facultades de
derecho y a las escuelas de práctica jurídica, cuyo esfuerzo no puede más que
calificarse de encomiable, necesario e imprescindible para el fin perseguido.
Si toda esta labor no va acompañada de la inestimable enseñanza del abogado
veterano, experimentado y curtido en mil batallas, incurriremos en un alto
grado de autodidactismo, tan peligroso como inconveniente.
Sin
embargo, nuestro mal entendido orgullo y elevada vanidad han hecho que, durante
mucho tiempo, se rechazase la instauración de mecanismos tendentes a evitar la
ausencia de adquisición de conocimientos prácticos. Hace unos cuantos años ya,
a finales de la década de los noventa, quien suscribe elaboró la ponencia
titulada “Acceso a la profesión” presentada en un Congreso de Abogados, en la
que se recogían propuestas como el cumplimiento de un periodo de dos cursos en
una Escuela de Práctica Jurídica, debiendo completarse simultáneamente la
formación adquirida con la estancia en un despacho profesional durante, al
menos, seis meses, y la superación de una prueba de capacitación.
Sonroja
pensar, con el transcurso del tiempo, que se votara el rechazo de su instauración
con el argumento de la “selección natural” o, dicho de otra forma, la íntima
vinculación de la permanencia del abogado a su valía o carencia de la misma.
Sin respuesta quedó el planteamiento sobre la inherencia del perjuicio respecto
al justiciable que, confiando en la presumible absoluta profesionalidad,
participa sus intereses –libertad, derechos fundamentales, patrimonio- a aquél,
con razonable certeza en cuanto al éxito del resultado o minoración de las
negativas consecuencias inevitables, más allá de que sus errores ya serían
cubiertos por los seguros de responsabilidad civil. Tampoco resultaba justo
considerar que todos los abandonos fueran originados por este motivo, habiendo
de atender, igualmente, a la existencia de oportunidades válidas para quien
quisiera permanecer.
Y el
sonrojo ya aludido queda felizmente superado ante la afortunada extinción de
tan mezquinos planteamientos, mediante la implantación del máster
profesionalizante de la abogacía, el practicum externo y el examen de acceso.
No
obstante los indudables progresos acaecidos, carecemos de la idea de la
formación continua del abogado que ya constaba como el primer mandamiento de
los elaborados por el insigne jurista uruguayo Eduardo Juan Couture: “Estudia: el derecho se transforma constantemente.
Si no sigues sus pasos, serás cada día un poco menos abogado”.
Y la
anterior consideración nos lleva a los factores exógenos. De esta manera, el
Estatuto General de la Abogacía, en su Artículo 3.1, recoge, como fin esencial
de los Colegios de Abogados, proporcionar una formación profesional permanente
a todos sus miembros. Y esto no se consigue, al menos plenamente, con la
dispersión de la labor de reciclaje mediante delegación en muy diversos y
excesivos grupos colegiales, (salvando la ingente tarea desempeñada por alguno
de ellos, escasamente reconocida), sino a través de planes formativos elaborados
y aprobados por las Juntas de Gobierno -como ya ha efectuado algún Colegio-,
evitando la dispersión de gran parte de su tiempo en tareas de representación
y, en ocasiones, insuficiente dirección, la cuales, siendo oportunas, no son
las más necesarias.
Por
otra parte y en conexión con estos factores, resulta imprescindible la
implicación de las Juntas, no meramente política, sino verdadera y efectiva,
tendente a la obtención de resultados palpables, en los ámbitos de la
deontología, la paridad, la enseñanza de idiomas desde el punto de vista
técnico-jurídico, así como las reivindicaciones sobre dotación de medios para
que las aberrantes cargas de trabajo que penden sobre Juzgados y Tribunales no
repercutan en la lenta tramitación de los procedimientos y retrasos de los
juicios, entre otras cuestiones.
En
resumen, la función social de la abogacía, el fundamento esencial de su
prestigio, ha de radicar en la voluntad, tanto de los Letrados como de los
Colegios profesionales, en transmitir una imagen de la profesión real y
ajustada a lo que verdaderamente es y no a lo que pueda parecer, una vez
alcanzados los parámetros deseables de formación y calidad -tanto humana como
profesional-, basados en el estudio, el trabajo, el esfuerzo, la honestidad y
la reivindicación como motores de la constante transformación y modernización
de la abogacía, logrando su excelencia. Hemos de cuestionar igualmente si se ha
avanzado suficientemente en estos objetivos o estamos en disposición de hacerlo
cuando, ya en 1.972, D. Antonio Garrigues Walker habló, con magnífica visión de
futuro, sobre el aumento de la sensibilidad jurídica como consecuencia lógica e
inevitable del desarrollo político y económico, del incremento de las
relaciones internacionales y de las complejidades técnicas, administrativas y
legales. Es evidente que, cuarenta y siete años después, tales ideas continúan
plenamente vigentes, como se ha demostrado en el reciente Congreso de la
Abogacía Española celebrado en Valladolid.
Óscar
Garrido Carretero
Abogado
PUBLICADO
EN EL PERIÓDICO IDEAL
SECCIÓN OPINIÓN 21/07/19